jueves, 8 de julio de 2010

El universo de aquí en adelante

Capítulo I  - Tomás y el para siempre


Una papa frita volaba hacia la ventana. La seguían una gota roja y otra amarilla, antes de chocar entre sí,  un movimiento limpio  y rápido las juntó y llevó a la boca, pero la papa no sabía a papa, ni la gota roja era kétchup, ni la amarilla mostaza. Hacía mucho tiempo no existían las papas o los condimentos en el universo, ¿o quizá sí? De cualquier forma, papas, condimentos, playas, selvas, mujeres y hombres eran inalcanzables en este punto del espacio-tiempo. La nave había doblado demasiadas veces la tela del universo como para regresar, y en ese momento, el problema no era volver, sino llegar a algún lado, cualquiera.
¿Qué tal si regresaba a la tierra? Sacó una masa negra del bolsillo, la colocó con la lengua contra su paladar y continuó pensando con los ojos cerrados. – Si alguna vez el caos me lanza de regreso, quisiera estar allí en el preciso momento en que bajen los primeros monos de los árboles, para aplastarlos,  quizás ensartarlos en un palo y asarlos. –  sonrió saboreando la idea, imaginando las criaturas empaladas, dando vueltas sobre una fogata, y la satisfacción de haber evitado todo el horror, tanto maldito horror, el hedor que aun hoy no se le desprende;  la nave continuó girando en el mismo patrón errático. El puesto de mando era un manojo de cables rotos y vueltos a pegar, botones de todos los colores colgaban sobre una silla plástica rota con dos gruesos cinturones dispuestos en cruz. Desde allí, a través de la ventana se miraba arder un sol rojo, absolutamente rojo, en una galaxia donde todas las estrellas eran azules, él buscaba un planeta dónde descender y posiblemente habitar. La tarea era mantenerse vivo el mayor tiempo posible. No poseía la tecnología suficiente como para reproducirse y tampoco le gustaba la idea.

 Aquel lunes 28, cuando bolas de fuego se precipitaban del cielo y la gente gritaba,  los niños morían aferrados a sus padres, los mares hervían y se convertían en lodo, las ciudades ceniza, cualquier rastro de la existencia del hombre y la vida en la tierra desaparecía, y él sentado, esperaba en cualquier momento que las nubes se abrieran y apareciera una luz, una mano, un dedo, una voz… pero nada. Finalmente subió a la nave, esperó con la escotilla abierta mirando hacia afuera, esperó con parsimonia melancólica hasta que la computadora la cerró como una ostra cierra su concha, los motores encendieron y de pronto se vio allí, ante la misma esfera verde y azul de siempre, ahora negra y roja. No trazó rumbo entre  el campo de luces y globos de colores que parecían curvarse en el horizonte, ¿acaso tiene horizontes el espacio? La tecnología espacial fue reinventada cuando el hombre descubrió que el tiempo no existe, que cada momento está congelado y fluyendo a la vez. - Heráclito estaba equivocado -  balbuceaba en televisión el científico que lo había descifrado todo, el idiota que le puso la soga al cuello a su especie, o quizás el redentor que puso fin a una agonía tan larga que amenazaba con ser eterna.

- ¿Quién putas es Heráclito? – se preguntó. Nadie nunca lo sabría, esa información, junto con la raza a la que correspondía,  se había perdido para siempre. El último hombre ahora dormía flotando con los ojos abiertos, amarrado a la consola de su nave con una cinta de zapato.