lunes, 13 de julio de 2009

Una mala costumbre



Hace tiempo, en mis años de colegio, solía gritar obscenidades por la ventana del autobús, como cualquier adolescente. Me deleitaba con la reacción de los peatones, mientras el autobús se alejaba y yo me preparaba para lanzar una escupida.

Ahora, me duele admitir, la cosa no es tan fácil, me ha costado dejar la inmunidad de la adolescencia y la experiencia ha tullido el sentido de diversión tan bonito y contestatario que me venía manejando. Creo que en esa frustración, empecé a guiñarles el ojo a las personas que antes hubiera, quizás, nalgueado desde un carro en movimiento. Sin embargo, este alivio a mi sed de transgredir el espacio personal de la ciudadanía me abrió un panorama nunca antes conocido. Empecé a tirar besos también, ante lo cual la gente escondía su cara apenada, como si hubieran hecho algo para motivar este asalto a su integridad mental.

En la cola del super: Besito a la cajera.

En el camino al carro: Guiño y lengua lasciva a la viejita que empuja su carreta con dificultad.

En el tráfico: Me toco la paloma frente a la gente del autobús.

Son las pequeñas cosas de la vida que lo hacen a uno sentirse bien consigo mismo.

Fue entonces que degeneró de costumbre a manía, sin notar que mis gestos eran cada día más sucios y nocivos para la estructura moral de mi público. Un día (juro que sin intención), me pellizcaba el pezón ante una señora gorda de apariencia inofensiva, mientras me reía por dentro y volteaba por momentos, calculé que era la gorda más monstruosa que había visto. Vestía un camisón de una sola pieza hecho con tela suficiente para vestir a cien niños de la calle.

Terminé la tostada que estaba comiendo y venía limpiándome el aguacate con la manga de mi suéter cuando, la gorda me persigue. Pánico, no encuentro las llaves. La chancha me atrapa por el cuello. Empezamos a forcejear.Pronto pierdo el control y siento a la gorda sobre mí, cada vez más violenta me pega con los puños abiertos y aruña como si yo tuviera la culpa de todo lo que ha padecido en su vida. Yo trato de golpearla, pero los colgajos de grasa de su abdomen son cómo un chaleco antibalas. Una y otra vez la golpeo, por los costados con los puños, con las rodillas en la espalda. Nada, los rollos de piel estrillada son una coraza medieval.

Empieza una sensación tibia a brotar de mi frente, mi nariz e inunda mis sentidos, mi pulso disminuye y la escena transcurre en cámara lenta. Es danza moderna, estudio del movimiento, las pelotas de la gorda son ondas expansivas, son olas de ira, es un hipofante en celo. No puedo respirar ante el peso de tanta humanidad sobre mi caja toráxica, y a punto de morir, con las costillas fracturadas, tomo una de las tetas gigantes que me asfixian y la muerdo con el fin de arrancarle un pedazo. Lo logro, más por fe que por pericia y cuando escupo el pezón con asco, la farda muge cómo león marino. Mientras la tengo así, aprovecho para pegarle un rodillazo en la cien y la bestia cae haciendo aspavientos, tratándose de aferrar del aire mismo que la rodeaba.

Su sangre se mezcla con la mía en el asfalto y me levanto victorioso.

Esto transcurrió en el lapso de unos segundos, la concurrencia que originalmente observaba divertida empieza a correr para apresarme. Yo cierro las puertas y arranco mientras los espectadores vengadores se abalanzan sobre mi carro lanzando insultos, amenazas y piedras.


En el camino a casa la gente de otros carros se me queda viendo con cierto asco, y yo contento con la cara ensangrentada, atravesada por rasguños, les saco la lengua en movimientos circulares entre la sangre y el espacio dejado por dientes que ahora me faltan.

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