lunes, 14 de enero de 2013

Llámame muerte

Entonces regresé a mi casa con la lengua seca y las pupilas dilatadas, realmente había calor, pero me puse una bufanda y me quedé en calzoncillos. Mi cama me pareció demasiado íntima,  tengo que comprar otra y prenderle fuego a ésta. Quisiera tener una cama solo mía, ¿me entendés? No dejar que nadie se suba o siquiera la toque jamás. Por ahora duermo cada noche con un revoltijo de vibras y emociones de tiempos que nunca volverán  -aprovecho, mi amor, para decirte que no sé dónde estés, pero éste no es mi lugar-. Salí a fumarme los restos de la cajetilla encendiendo cada cigarro con el anterior.  Me senté debajo del ciprés en el jardín y sin percatarme me encaramé en la primera rama, sentado allí como niño en un columpio, con la paciencia de los viejos en los parques. A media cajetilla los cigarros me dieron asco, así que me recosté. Cerré los ojos y el viento a esos escasos dos metros de altura me chiflaba cuentos que no tuve la sensibilidad para comprender. Me quité la bufanda y la amarré a la rama, así pude recostar el cachete sin que la corteza me raspara. No sé si habré dormido o no, si habrá sido mucho o acaso poco, pero las primeras luces del día me alcanzaron allí encaramado, en calzoncillos. Yo amanecí con la certeza de que había una ardilla molesta en algún lado del árbol y que en un momento de la noche bajó y tuvimos una discusión, pero yo no me moví. Nunca me imaginé tener que explicarle a una ardilla que el concepto de propiedad privada es una mentira capitalista.

Domingo entonces. Dentro de la casa sólo hay colillas de cigarros colmando los ceniceros y un huevo roto desde hace dos días en el piso de la cocina. El cuerpo ya no me pide nada, ni desayuno, ni agua, ni siquiera más guaro. Mierda, quisiera al menos que algo me doliera, pero es como si mi vida estuviera en blanco. Si las cosas tienen alma, esta casa se va ir al infierno junto conmigo. Esto también es chistoso, ahora que lo pienso, que el cielo sea un lugar de máximo placer y el infierno uno de máximo dolor. Porque esa idea es nada más un vestigio de nuestra moral animal: aproximarse al placer y huir del dolor. Realmente es una expresión del afán de la existencia, cuando  probablemente el cielo sea no existir, no aproximarse, ni huir. El nirvana debe ser no haber existido jamás. “Qué rico”, pensé y sonreí al llegar a esa conclusión, mis ideas fluyeron como si me hubieran levantado un velo y recordé que aún me quedaba algo de coca en la bolsa del pantalón. Ya iba, lamiéndome los bigotes en anticipación, cuando sonó el teléfono.

Tengo dos teléfonos. Me dan pánico, horror, te lo juro. Me dan ataques de ansiedad cuando los escucho, sudo frío y quisiera correr lejos, donde nadie me pueda alcanzar. Hace años tuve el privilegio de manejar cierta información para unos clientes, me llamaban terceras personas con amenazas y lo que yo sabía era la sincera intención de ahuevarme. Lo lograron, de hecho, tan bien, que me tomé unas vacaciones. Pero no es por eso que le temo al teléfono, ni porque me llaman clientes insatisfechos para cobrarme sus errores, o gente idiota que no conozco para hacerme preguntas cuyas respuestas no están capacitados para asimilar. No, no es por eso. Tampoco porque me llame mi ex novia para saludarme y hacerme sentir culpable, o mi madre – a quien nunca, nunca, contesto- con la mismísima estrategia. Coño, el colmo fue que me llamara esta semana un viejo enemigo, un tipo que me pegó una estafada muy grande, a la que yo correspondí como mejor pude; pues me llamó para saludarme y darme a entender que me extrañaba. Como es eso que el tiempo tuerce todo tanto que queda irreconocible. Realmente le temo al teléfono porque no tolero las malas noticias, mi estado nervioso es como un castillo de naipes. Ahora hay cientos de cartas en el suelo y no sé por dónde empezarlas a recoger.

La voz del otro lado era muy familiar:  

 - Me voy a morir.- Dijo, sin miramientos.

- Todos nos vamos a morir.- Contesté, navegando con bandera de pendejo. Pero sinceramente, estaba esperando ese mensaje. Saltaron a mi mente los momentos, todo lo aprendido, el amor y demás bienes intangibles que en este momento me resultan tan inaccesibles. Recordé que  me enseñó y me hizo creer que hay más en la vida de lo que te pone mal, me obligó a dejar abierta siempre una ventana para la posibilidad de ser feliz. Entonces sentí culpa, por andar siempre subido en los árboles y postes, por ser el barrilete al que se le rompió la pita. Por ser siempre un fantasma en la vida de la gente. Realmente me sorprende mi capacidad para sentirme culpable, yo hubiera sido un excelente cristiano si tan solo creyera en algo y pudiera ver más allá de mi nariz.

- Pero yo me voy a morir ya, tengo cáncer  en todo el pecho y los doctores dicen que ya echó raiz.- Me dijo, sabiendo que yo necesitaba escucharlo para bajar la guardia y  callar el sarcasmo. No importa cuántas veces he oído ese mismo discurso, no me logro acostumbrar. La gente ahora nace, crece, se reproduce y le da cáncer. Supongo que es la manera moderna, con todo esto que le hacemos al planeta, con el cáncer que significamos para la tierra. Es como si dios hubiese cambiado la vieja fórmula: Polvo eres y en polvo te convertirás. Ahora es: Cáncer eres y en cáncer te convertirás.

- Quiero verte. Para despedirme.- Su voz se quebró, algo por dentro de mí también. –Ok, voy para allá. Te quiero. – Fue lo que alcancé a balbucear, y terminé la conversación antes de decir algo estúpido y esperando que no fuese la última vez que habláramos. El problema es que ahora debo regresar, el diablo es puerco y el lecho de muerte queda  junto al manicomio del que tardé dieciséis años en lograrme escapar. Dejé una parte de mí allí encerrada, lo admito, en un campo de concentración maldito el cual evito a toda costa por el miedo de que me vuelvan a encerrar completo. Juré nunca volver. En este momento, cómo es la vida, me toca volver a la fuerza. Supongo que no hay otra manera de hacerme pasar por allí.

Colgué el teléfono con lágrimas en los ojos y mocos en la nariz. Ahora ya me duele algo, y la vida no está en blanco. Recuerdo a mi psiquiatra diciendo que las enfermedades siempre tienen una causa psicosomática, para ese tipo todo mal empieza con una idea torcida. Realmente es una dicha que las ideas puedan ser enderezadas. A veces me pregunto si ese viejo vivirá para siempre, y es que si tiene razón, probablemente.  Yo no quisiera vivir para siempre, aunque tampoco morir de cáncer. No lo puedo explicar. Pero creo que el problema con esta existencia es que nos aferramos tanto a ella, como si nos perteneciera. Por eso las despedidas son unas de esas situaciones que suelo evitar, no logro lidiar con esa idea todavía,  simplemente no contesto el teléfono. Soy un cínico que carece de plan, por eso temo que sea yo el que algún día deba hacer ese tipo de llamada y nadie me conteste. Por ahora, ¿qué más  puedo decir que “lo siento”? Si corresponde, te lo regalo, este pedacito de mi culpa ahora es tuyo, ojalá te lo pudieras llevar allá donde vas. Aunque ya sé que nada es de nadie en este mundo en el que vivimos entre el cielo y el infierno. No sabemos dónde queda la tierra, pero siempre tengo una ventana abierta y eso se lo debo  alguien de quien debo despedirme y sabrá dios que no quisiera. Y te digo una cosa, nunca imaginé tener que explicarme a mí mismo que el concepto de propiedad privada es una mentira capitalista. Da igual, pronto todos vamos a volar.

1 comentario:

  1. Las despedidas SIEMPRE tienen el elemento de incomodidad.
    (Muy genial)

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